RENÉ MAGRITTE
El Surrealismo como corriente artística comienza en 1924 en París con la publicación del
"Manifiesto Surrealista" de André Breton, quien estimaba que la
situación histórica de posguerra exigía un arte nuevo que indagara en lo más
profundo del ser humano para comprender al hombre en su totalidad. Siendo
conocedor de Freud pensó en la posibilidad que ofrecía el psicoanálisis como
método de creación artística. Para los surrealistas la obra nace del
automatismo puro, es decir, cualquier forma de expresión en la que la mente no
ejerza ningún tipo de control.
Observamos dos tipos.
El surrealismo abstracto, donde los artistas
crean universos personales a partir del automatismo más puro. Y un surrealismo
figurativo que se interesa más por la vía onírica, un surrealismo cuyas obras
exhiben un realismo fotográfico, aunque totalmente alejadas de la pintura
tradicional.
René Magritte es uno de los pintores surrealistas más importantes y más representativos. Comienza
su pintura surrealista sobre 1927-28 y llena muchas de las aspiraciones de los
teóricos del surrealismo especialmente en la relación entre imágenes y
palabras, en las que el pintor siempre introducía elementos de ambigüedad,
inquietud o franca contradicción.
En el cuadro La
traición de las imágenes la imagen ilusoria de una pipa es contradicha por
la afirmación escrita debajo Esto no es
una pipa. Lo que implica es que las imágenes son trazos fantasmales que no
deben confundirse con los objetos. Es más, la certeza del lenguaje escrito
puede rehuirnos a causa de la naturaleza seductora de la imagen. Con este
cuadro y otros similares, Magritte empezó a desbrozar caminos que otros empedraron
más tarde. Al escribir: esto no es un pipa, no sólo estaba poniendo en cuestión
la existencia misma del cuadro, también estaba abriendo la puerta al arte
conceptual.
En sus cuadros,
cada objeto, cada imagen en sí, aislada, tiene plena coherencia; pero vistas en
conjunto la combinación de las cosas en un contexto insólito, con alteraciones
de escala en muchos casos, convierten el universo en algo desordenado,
incomprensible, en una especie de recuerdos de un sueño. Pero no estaba interesado
en el mundo de los sueños, más bien se consideraba un hombre que pensaba y
exponía sus pensamientos a través de la pintura. Y en sus cuadros lo que se
contrapone son elementos conceptualmente distintos: cuando confunde el día con
la noche, el cuadro con el paisaje, el interior con el exterior, la imagen con
la palabra, está apelando a la inteligencia, no a la mirada; al pensamiento, no
al ojo. Y la imagen resulta más inquietante, incluso más aterradora, por lo
lúcida.
La transferencia
de un paisaje al cristal de la ventana que lo refleja era un recurso que
Magritte utiliza en varias ocasiones. En La
llave de los campos de 1936 varios pedazos de cristal roto que corresponden
a diferentes fragmentos de la vista exterior, han caído dentro de la habitación
y están reagrupándose para configurar un paisaje paralelo y alternativo al de
afuera.
El ejemplo más trabajado de todos se encuentra en Telescopio 1963. La imagen del mar y el
cielo iluminados por la luz del sol y sumidos en la neblina, ocupa los dos
cristales de una ventana, el cuerpo que está entreabierto revela la oscuridad
(la noche) que hay detrás. Sin embargo, un examen más detenido revela tres
detalles que, considerados en su conjunto, desestabilizan gravemente la
interpretación de la imagen y le confieren un giro siniestro. En primer lugar,
Magritte ha logrado establecer un punto sutil de coincidencia entre el borde
principal de la imagen que ocupa el cristal de la ventana abierta y el marco en
el que encaja (parte inferior de la ventana). Esto abre el camino a una
cautivadora ambigüedad. En segundo lugar, coloca el horizonte (la división
entre el mar y el cielo, al mismo nivel que la mirada, como si quisiera sugerir
que existe una unidad espacial supuestamente carece de problemas entre las dos
mitades del paisaje. Y en tercer lugar, en lo alto de la ventana abierta,
cambia la filiación de la imagen que aparece en el cristal al marco de la
ventana, con lo que impide cualquier intento de realizar una interpretación
coherente y trastoca la creciente sensación de certidumbre visual del
espectador. La cuestión que subyace ya no es donde queda emplazada la realidad,
sino que radica en su misma dependencia. Magritte parece sugerir que en último
término el telescopio de su título está apuntando a una oscuridad infinita, que
en realidad apenas queda nada más allá de los trucos a los que, como pintor
están condenado a recurrir para jugar con las apariencias.
En El imperio de la luz, del que realiza varias versiones, Magritte trata una de sus metamorfosis predilectas: el día pasa a convertirse
en noche. Una casa con un jardín iluminados por la débil luz de farol, bajo un
cielo azul que reluce como en pleno día. Así dos hechos opuestos,
inexplicablemente reunidos en una sola imagen visual, producen un
sobrecogimiento mágico, al que no es ajena nuestra experiencia personal.
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