martes, 15 de noviembre de 2016

RENÉ MAGRITTE

          El Surrealismo como corriente artística comienza en 1924 en París con la publicación del "Manifiesto Surrealista" de André Breton, quien estimaba que la situación histórica de posguerra exigía un arte nuevo que indagara en lo más profundo del ser humano para comprender al hombre en su totalidad. Siendo conocedor de Freud pensó en la posibilidad que ofrecía el psicoanálisis como método de creación artística. Para los surrealistas la obra nace del automatismo puro, es decir, cualquier forma de expresión en la que la mente no ejerza ningún tipo de control. 
        Observamos dos tipos. El surrealismo abstracto, donde  los artistas crean universos personales a partir del automatismo más puro. Y un surrealismo figurativo que se interesa más por la vía onírica, un surrealismo cuyas obras exhiben un realismo fotográfico, aunque totalmente alejadas de la pintura tradicional.

           René Magritte es uno de los pintores surrealistas más importantes y más representativos. Comienza su pintura surrealista sobre 1927-28 y llena muchas de las aspiraciones de los teóricos del surrealismo especialmente en la relación entre imágenes y palabras, en las que el pintor siempre introducía elementos de ambigüedad, inquietud o franca contradicción.

  En el cuadro La traición de las imágenes la imagen ilusoria de una pipa es contradicha por la afirmación escrita debajo Esto no es una pipa. Lo que implica es que las imágenes son trazos fantasmales que no deben confundirse con los objetos. Es más, la certeza del lenguaje escrito puede rehuirnos a causa de la naturaleza seductora de la imagen. Con este cuadro y otros similares, Magritte empezó a desbrozar caminos que otros empedraron más tarde. Al escribir: esto no es un pipa, no sólo estaba poniendo en cuestión la existencia misma del cuadro, también estaba abriendo la puerta al arte conceptual.
         En sus cuadros, cada objeto, cada imagen en sí, aislada, tiene plena coherencia; pero vistas en conjunto la combinación de las cosas en un contexto insólito, con alteraciones de escala en muchos casos, convierten el universo en algo desordenado, incomprensible, en una especie de recuerdos de un sueño. Pero no estaba interesado en el mundo de los sueños, más bien se consideraba un hombre que pensaba y exponía sus pensamientos a través de la pintura. Y en sus cuadros lo que se contrapone son elementos conceptualmente distintos: cuando confunde el día con la noche, el cuadro con el paisaje, el interior con el exterior, la imagen con la palabra, está apelando a la inteligencia, no a la mirada; al pensamiento, no al ojo. Y la imagen resulta más inquietante, incluso más aterradora, por lo lúcida.



         La transferencia de un paisaje al cristal de la ventana que lo refleja era un recurso que Magritte utiliza en varias ocasiones. En La llave de los campos de 1936 varios pedazos de cristal roto que corresponden a diferentes fragmentos de la vista exterior, han caído dentro de la habitación y están reagrupándose para configurar un paisaje paralelo y alternativo al de afuera.

 

          El ejemplo más trabajado de todos se encuentra en Telescopio 1963. La imagen del mar y el cielo iluminados por la luz del sol y sumidos en la neblina, ocupa los dos cristales de una ventana, el cuerpo que está entreabierto revela la oscuridad (la noche) que hay detrás. Sin embargo, un examen más detenido revela tres detalles que, considerados en su conjunto, desestabilizan gravemente la interpretación de la imagen y le confieren un giro siniestro. En primer lugar, Magritte ha logrado establecer un punto sutil de coincidencia entre el borde principal de la imagen que ocupa el cristal de la ventana abierta y el marco en el que encaja (parte inferior de la ventana). Esto abre el camino a una cautivadora ambigüedad. En segundo lugar, coloca el horizonte (la división entre el mar y el cielo, al mismo nivel que la mirada, como si quisiera sugerir que existe una unidad espacial supuestamente carece de problemas entre las dos mitades del paisaje. Y en tercer lugar, en lo alto de la ventana abierta, cambia la filiación de la imagen que aparece en el cristal al marco de la ventana, con lo que impide cualquier intento de realizar una interpretación coherente y trastoca la creciente sensación de certidumbre visual del espectador. La cuestión que subyace ya no es donde queda emplazada la realidad, sino que radica en su misma dependencia. Magritte parece sugerir que en último término el telescopio de su título está apuntando a una oscuridad infinita, que en realidad apenas queda nada más allá de los trucos a los que, como pintor están condenado a recurrir para jugar con las apariencias.
          



          En El imperio de la luz, del que realiza varias versiones,  Magritte trata una de sus metamorfosis predilectas: el día pasa a convertirse en noche. Una casa con un jardín iluminados por la débil luz de farol, bajo un cielo azul que reluce como en pleno día. Así dos hechos opuestos, inexplicablemente reunidos en una sola imagen visual, producen un sobrecogimiento mágico, al que no es ajena nuestra experiencia personal.


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