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domingo, 27 de octubre de 2024

MATISSE: La Danza

 MATISSE: La Danza

        Serguéi Ivánovich fue un empresario ruso que ha pasado a la Historia del Arte por su labor como mecenas y coleccionista de grandes maestros del arte moderno. Muchos de sus principales tesoros se conservan actualmente en dos museos públicos rusos: el Museo del Hermitage de San Petersburgo y el Pushkin de Moscú.

        A finales de la primera década del s.XIX, este hombre, encarga a Matisse dos amplios paneles decorativos para su mansión de Moscú. Estos paneles fueron “La danza” y “La música”. Ambos reflejan la incipiente fascinación de Matisse por el arte primitivo. En las dos composiciones utiliza el color rojizo para los cuerpos, el azul para el cielo y el verde para el suelo, para la naturaleza. Estos colores son similares a los que se utilizaban en las antiguas cerámicas y miniaturas persas hasta el s.XIII.

        De La Danza, Matisse hace dos versiones, una en 1909 y otra en 1910, diferenciándose una de otra por la intensidad de los colores empleados: rosa y rojo para los cuerpos, azul celeste y azul ultramar para el cielo, y verde veronés y verde esmeralda para el suelo.

Versión de 1909

Versión de 1910

        De manera monumental, Matisse independiza con La Danza uno de los motivos que ya aparecían en Alegría de Vivir. Todo el conjunto tiene una forma oval que está inclinada hacia la derecha, y esta forma oval inclinada sugiere al espectador un movimiento en el sentido de las agujas del reloj y acentúa el ímpetu irregular del cuadro. Pero la sensación de movimiento y el ímpetu de dicho movimiento está acentuado por dos factores:

        a) Por la posición de la figura del extremo izquierdo y de la que está a su derecha. Ambos cuerpos son los que están más separados y sus manos no están juntas. La figura de la esquina se gira hacia atrás y tiende la mano hacia su compañera. El espectador, inconscientemente, tiende a unir ese vacío entre las dos manos y le da más ímpetu al movimiento de todas las figuras.

         La posición de la figura que está abalanzándose para lograr juntar su mano con la de la otra, robustece el ímpetu de la danza y la rapidez del movimiento. El esfuerzo de la danza consigue alterar la posición de las figuras hasta la distorsión, lo que contribuye a aumentar su expresión.

        b) Para acentuar la sensación de movimiento y su ímpetu, Matisse se ha valido del encuadre tan novedoso que utiliza, pues no es el marco el que se adapta a la escena sino que parece que es al revés, son los personajes los que se adaptan al marco, ya que para salir en el cuadro deben bajar sus hombros y proyectar sus cabezas hacia delante. La danza tiene un ímpetu que los personajes se tienen que agachar para no salirse del cuadro.

        En esta obra, Matisse, nos presenta el baile en corro como un baile primitivo que personifica el ritmo y la alegría de vivir. Esta se transmite de forma contagiosa e inconsciente.

        La Danza tiene una monumentalidad y un tamaño majestuoso que, aparte del formato del lienzo, provienen de la simplificación de los elementos pictóricos: menos colores pero distribuidos en extensas superficies de manera casi homogénea y un dibujo que tiende a la línea pura y a perfilar las formas.

     Matisse pone énfasis en las dos zonas casi planas y en los colores muy saturados que emplea. Con ello sigue los pasos de Gaugin y se convierte en uno de los pintores que definen el enfoque moderno de la pintura.

Cuadro de Gaugin

         Su influencia en la pintura europea es incontestable, pero no se queda sólo en Europa, sino que su influencia también es importante en la pintura abstracta norteamericana, sobre todo en la pintura de “campos de color” de Rotko y Barnet Newman.

Rotko

Albert Newman

         Esta influencia se realiza a través de Milton Avery, pintor muy amigo de los dos pintores mencionados anteriormente y gran admirador de Matisse, tanto que le llamaban el Matisse norteamericano.



Tres obras de Milton Avery

domingo, 20 de noviembre de 2016

MATISSE – LA ALEGRIA DE VIVIR
        
        Los antecedentes del fauvismo se sitúan en los alrededores de 1890, cuando Van Gogh  y Gaugin intentaban expresar todo su apasionamiento con obras intensamente coloreadas. Gaugin decía: ¿esta sombra es más bien azul?, píntela de azul marino; las hojas son rojas, póngale bermellón… esto origina la creación de un paisaje coloreado  según estas reglas y se convierte en un mensaje que será tenido en cuenta por sus seguidores.
  

        El fauvismo es sobre todo la obra de tres pintores: Matisse, Derain y De Vlaminck. Los tres pintan de una manera similar y coinciden en la búsqueda de los poderes de expresión del color puro. Con el uso de colores artificiales a raudales estaban contribuyendo a la emancipación de uno de los elementos principales de la pintura: el color.
El pintor no representa lo que ve sino la intensidad de lo que ve, quizá su emoción, pero en todo caso su emoción visualmente expresada, plásticamente construida.
  

En las pinturas realizadas por Matisse en el verano de 1905  el color  es totalmente libre y se ha despojado de toda obligación descriptiva tal como observamos en "Ventana abierta". La arbitrariedad del color fue la bandera de los fauves. Ninguno, sin embargo, como Matisse, ahondó en este concepto con tanto rigor. Matisse persiguió desde el principio construir con el color un orden propio del cuadro, distinto del orden de la naturaleza. El cuadro resulta así una síntesis de las sensaciones coloreadas, donde toda la superficie del cuadro es activada por la tensión resultante de la relación entre los distintos acordes de colores complementarios.
  
  
      En 1906 Matisse presenta una única obra en el Salón de Otoño: “La alegría de vivir” que causó un gran impacto. En esta obra, de gran formato y cuidada factura, Matisse abandonó el divisionismo a favor de una orquestación de color de una originalidad y complejidad que deja estupefacto. El cuadro no solo sorprende por su brillantez y luminosidad, sino también por sus atrevidos y casi caleidoscópicos cambios de escala, matiz y tonalidad. Las grandes y aplanadas zonas contrastadas de vivos pigmentos se acrecientan con pequeños y oscuros  acentos y con arabescos lineales. Es clara la influencia del uso del color que hace Gaugin en sus pinturas tahitianas, pero Matisse lleva el concepto mucho más lejos. Gaugin aisló con éxito el lenguaje del color de la representación mimética (ya no era necesario que un árbol fuese verde, un cuerpo fuera rosa o marrón  o un plátano amarillo), pero en este cuadro Matisse trasformó el color en algo completamente diferente. Si los cuerpos son rosados, entonces es mejor utilizar un rosa antinatural. Pero también podrían ser azules, rojos o naranjas, en función de su colocación en el cuadro  y del papel que se les exige que desempeñen en la organización general del color. En La alegría de vivir la hierba es amarilla o violeta, el cielo es rosa y los árboles pocas veces son verdes. Esta obra es un anticipo de lo que haría Matisse más tarde.

        Las obras de Matisse son de una aparente sencillez, de unos colores bonitos y brillantes y con  un dibujo que parece hecho de una manera torpe y descuidada. Nada más lejos de la realidad. Sus cuadros o son producto de un estudio muy tranquilo y meticuloso o están hechos así por la mente de un genio, de una manera espontánea. Yo me inclino más por esta segunda opción con un ligero ingrediente de la primera.

martes, 27 de octubre de 2015

MATISSE – La Raya Verde
        El fauvismo es sobre todo la obra de tres pintores: Matisse, Derain y De Vlaminck. Coinciden por casualidad y por casualidad los tres pintan de una manera similar. Los tres coincidían en su búsqueda de los poderes de expresión del color puro. Según su ideario, el color no debe concordar obligatoriamente con los tonos reales del objeto, sino que debe utilizarse como valor propio, relacionado con los demás colores y con el lugar que ocupa en el espacio. En el retrato o en un paisaje el color desempeña el papel de dibujo para conseguir la perspectiva o el de la sombra para modelar un volumen.

 Esta supresión de sombras y su sustitución por colores puros proporciona a las pinturas un brillo que jamás se había conseguido.
        Cuando presentan sus cuadros estos causan un gran impacto en los críticos, tanta que a sus autores se les considera Fauves: Locos.
        El cuadro realmente sorprendente y que causó una gran sensación  fue el retrato que Matisse realiza de su mujer, el llamado de la Raya Verde.
         El tema  del cuadro es real, es un rostro, pero la figura no es lo importante, lo que prima es la importancia de las manchas de color, muy empastadas y de gran fuerza y violencia cromática, buscando nada más que su interrelación y la armonía entre los colores.
        Todo ello ayuda a crear un efecto llamativo en el espectador, atraído no sólo por el singular tratamiento del color, sino también por el segmento verde que estructura la composición en dos partes casi simétricas.
        Predominan dos tonos complementarios rojo y verde. El fondo a su vez también busca la compensación cromática: rosas y rojos  a un lado, y verdes al otro, lo que equilibra la disposición de los colores del rostro, que son los mismos tonos, pero colocados al revés que en el fondo.
      
El verde de la parte derecha  se equilibra además con el rojo de la oreja, la aleta de la nariz, de los labios y de la zona correspondiente del vestido (amortiguado ese choque por esa zona azulado verdosa oscura) ,

 
 que armonizan además con la gama de azules  (pelos, cejas, nariz, boca y adornos del vestido en el cuello), descendentes en intensidad de arriba abajo.


        El rostro recibe la luz por los dos lados. Hay la sombra en la parte derecha del hombro y cuello, lo que supone que la luz viene de la izquierda, pero también está la pequeña sombra del cuello y del ojo y labio de la parte izquierda que supone que la luz viene de la derecha. Pero Matisse opta por dejar la parte izquierda de la cara más sombreada que la otra, lo que consigue a base de entonaciones claras (amarillo y blanco rosáceo en la parte iluminada)  y entonaciones más oscuras en la parte de la sombra.
         Pero la parte más sombreada de un modo sorprendente es  la que está inmediatamente a la izquierda de la línea media de la cara, y el sombreado es ese incisivo color verde que está en la nariz, en el labio superior, en el mentón, en el cuello y en la frente. En este último lugar es donde  más sorprende, pues allí casi no hay sombra, pero Matisse la marca con la misma intensidad.
 
        ¿Y por qué la marca con la misma intensidad? ¿Qué pasa si quitamos la sobra verde de la frente? Aparentemente no pasa nada, pero si nos fijamos en todo el conjunto del cuadro vemos que se pierde unidad plástica. La aportación de este cuadro se halla en que nos muestra las posibilidades del color y en la utilización de éste de una forma mucho más agresiva y autónoma: aquí no sólo se sombrea con color, sino que hacerlo con una raya verde supone desentenderse de la realidad, apostando por la autonomía plena del color como valor plástico.
         La obra ha sido concebida, fundamentalmente, en función del color, de forma que, a pesar de que observemos algunos trazos negros de considerable grosor, son las manchas de color las que verdaderamente organizan todos los elementos. Tanta importancia alcanza el color que la luz pasa a un segundo plano, de forma que ésta proviene de la viveza de las tonalidades que el pintor ha empleado.

lunes, 26 de enero de 2015

COMPARANDO
LEONARDO y MATISSE
Ver una pintura no se tiene que confundir nunca con el hecho de comprender lo que se representa. Para cualquier espectador ver una pintura consiste en apreciarla en función de su valor plástico.
        Normalmente se tiene la tendencia de confundir la expresión valor plástico por belleza. Pero esta palabra se presta al equívoco.
        Si con personas tomadas al azar, se pusiese a votación entre la Virgen de las Rocas de Leonardo da Vinci y

 La Lectura de Matisse para ver cuál de las dos obras es más bella, sin duda saldría la de Leonardo. ¿Qué razones se aducirían? Más o menos se diría que en La Virgen de las Rocas todo está mejor dibujado, mejor resuelto. En La Lectura todo tiene aire de boceto, con unas mujeres hechas de cualquier manera, con rostro como lo dibujaría un niño, las manos descuidadas, la pintura sin dar por algunas partes del cuadro,…
        Comparémoslas con detenimiento.
        Lo que impresiona en seguida en la obra de Leonardo es la unidad de ambiente. Seres y objetos se bañan en una especie de atmósfera en la que predominan las sombras y de la que emergen solo algunas partes de los cuerpos y del paisaje.
 No es que no haya colores, pues hay rojo, verde, azul y amarillo oscuro, pero son unos colores como apagados, como contagiados de esa atmósfera predominante.
        Pasar de Leonardo a Matisse es como pasar del atardecer al sol del mediodía. Aparentemente los colores son los mismos: rojo, verde, azul y amarillo que se desdobla en pardo y en amarillo. Pero para Matisse los colores se convierten en el elemento ordenador del cuadro, mientras que para Leonardo son los valores o matices de los colores los que lo ordenan.
         En Leonardo las carnes de los niños dan ocasión a una modulación que engendra un entorno delicado, modelado por el sfumato, incompatible con el  relieve demasiado pronunciado.
        En Matisse la intensidad del color es igual por todas partes, ya que los colores se extienden por zonas o manchas sin que haya variaciones de los mismos. El color puro es incompatible con el modelado, ya que éste es una alteración del color. Esta es la razón por la que el cuerpo de las lectoras está necesariamente aplanado, mientras que el de los personajes de Leonardo se expande en volumen.
        Pero tal preeminencia de valores, al armonizarse con la necesidad de modelado, tiene como consecuencia el organizar el espacio con una determinada profundidad: el Niño Jesús está en primer plano, San Juan Bautista y el ángel a la derecha, en segundo, la Virgen en el tercero, y en el fondo el muro de rocas con su perspectiva sobre la lejanía.
        En Matisse, hablar de la profundidad como recurrir al modelado son cosas imposibles. Le es forzoso traer el fondo al primer plano. La tapicería, el rectángulo verde, los tiestos y las mesitas están casi alineados con las dos mujeres.

        ¿Basta con poner los colores uno al lado de otro? Se comprende que la organización espacial de Matisse está tan elaborada como la de Leonardo, pero con otros medios. En relación con el verde del fondo (color frío)  el amarillo del vestido (color cálido) da la impresión de estar delante. Sin embargo, para que no esté demasiado delante, el pintor ha pintado a la segunda mujer de azul (color frío) que sujeta al amarillo. Y así el espacio se puede construir por medio de valores como en Leonardo o por medio de colores como en Matisse, que aumenta la consistencia de su espacio recurriendo a colores complementarios; el rojo de la tapicería, el rojo del vestido de la derecha, el verde del fondo y de las dos plantas a un lado y de otro de las lectoras se refuerzan y completan lo mismo que el amarillo y el azul de las dos mujeres.
        En la Virgen de las Rocas no hay una parcela del cuadro que no esté pintada. El menor blanco sería un agujero y desgarraría el tejido continuo de los matices. Sin embargo, Matisse se ve obligado a disponer de “márgenes” para conservar en sus colores el máximo de intensidad. Los blancos no son pues ni agujeros ni olvidos, sino intervalos necesarios entre los sonidos fuertes que son los colores.
        La composición no es menos firme en un pintor que en otro, y hasta presenta una inquietante semejanza.
        La Virgen de las Rocas se ordena en una pirámide cuya cima es la cabeza  de la Virgen y sus lados San Juan Bautista y el Ángel.
         En Matisse la pirámide se convierte en triángulo, cuya cúspide está en la cabeza de la mujer de amarillo; el lado derecho está en la lectora de azul y el izquierdo por la de amarillo y la planta verde sobre la mesita.
        Ni aún en los fondos dejan de presentarse semejanzas, pues a las rocas abiertas en Leonardo,
 responde en Matisse la tapicería con sus azules cercados de rojo.
La masa sombría detrás de la Virgen
  se convierte en el rectángulo verdoso sobre el que se destaca la cabeza de la lectora de amarillo.
  Los reflejos de las rocas que animan la opacidad de las sombras se convierten en la Lectura en el contorno claro que encierra la cabellera negra.
 Por último, el lado derecho del fondo marca un afán de la misma naturaleza en ambos pintores: a la roca que hace de biombo ante el cielo en la obra de Leonardo, corresponde la planta verde ante la puerta.

         La Virgen de las Rocas y La Lectura son dos obras igualmente logradas. Mientras que Leonardo ordena todo el ambiente coloreado  resultante del juego de valores cromáticos  confiado al sfumato, Matisse ordena todo en el color, el cual somete a una luz intensa por igual. Cada una de estas posiciones tiene por efecto dar a la obra una fisonomía que le es propia trasformando los personajes, los objetos, las formas, los colores, la distribución, etc.

        Se puede decir que Leonardo despliega sus formas en profundidad por medio de valores que se interpenetran, mientras que Matisse reduce las suyas al plano por medio de colores yuxtapuestos.
        Ver las obras pintadas es buscar la coherencia del lenguaje plástico que han escogido los autores. Dicho lenguaje plástico es diferente de unos autores a otros, así como de unas épocas a otras.

viernes, 20 de diciembre de 2013

MATISSE: BODEGÓN DE LAS OSTRAS
El ritmo en la pintura
Las obras de Matisse son de una aparente sencillez, de unos colores bonitos y brillantes y con  un dibujo que parece hecho de una manera torpe y descuidada. Nada más lejos de la realidad. Sus cuadros o son producto de un estudio muy tranquilo y meticuloso o están hechos así por la mente de un genio, de una manera espontánea. Yo me inclino más por esta segunda opción con un ligero ingrediente de la primera. Como ejemplo analicemos con un poco de detalle la obra titulada: Bodegón de las ostras.
         En esta obra Matisse nos presenta una realidad que no es la cotidiana ni la habitual, por qué ¿Qué son esas zonas azules, naranjas y rojas? ¿Son manteles? ¿Dónde está puesto el plato? ¿En una mesa? ¿En el suelo?
 
         Lo que Matisse nos presenta es la realidad del color, y lo que hace en este cuadro es combinarlos y crear ritmos con los colores y con los objetos. Sacando partido de los complementarios bordea el rectángulo azul con una  banda anaranjada que lo exalta, lo mismo que la servilleta verde de la izquierda está atravesada con dos franjas bermellón. Al amarillo de los limones y del mango del cuchillo responde un eco violeta, el de la jarra, que está aclarado para que no haga un excesivo contraste con los dominantes azul y rojo del cuadro.
         La interacción de los colores se tiene muy en cuenta a la hora de distribuirlos. Basta con tapar los naranjas y rojos que rodean al rectángulo central para darse cuenta que el azul se enfría  y el amarillo de los limones tira un poco hacia el verde.
 
 El anaranjado y el bermellón actúan a la vez sobre la naturaleza de los tonos y sobre su temperatura y dan calidez al conjunto de la obra.
         Si la mirada recorre el bodegón en un sentido o en el otro, los colores se reparten en tonos vivos y en otros menos vivos según una alternancia regulada.
 
 Siguiendo la diagonal desde el extremo inferior izquierdo hasta el superior derecho, se hallan sucesivamente bermellón, anaranjado, azul intenso, el azul claro del plato, de nuevo azul intenso, violeta claro de la jarra y otra vez el anaranjado, que con el punto bermellón del extremo forma un tiempo fuerte. Esta intensidad periódica de los tonos, característica del ritmo, da a la composición una flexibilidad que le impide caer en un efecto decorativo. En cualquier sentido que se vaya, se manifiesta con igual fortuna. Para organizarla, Matisse dispone los objetos dejando entre ellos un tono de fuerza diferente (el cuchillo, la jarra, las ostras dispersas) o cuando se tocan (el plato, la servilleta y los limones) intercalando un margen de verdura.
         El ritmo influye sobre el número y sobre el tamaño de las zonas coloreadas así como su disposición en el espacio plástico. La extensión azul no es uniforme, está interrumpida por la servilleta verde, el cuchillo, el plato de ostras, y los limones; además las esquinas están cortadas desigualmente, los lados ligeramente curvados y el azul hecho con trazos de diferente intensidad.  Así divididos los colores incitan al ojo a tomar conciencia de la obra según un ritmo binario, que está subrayado por las
 
dos franjas rojas de la servilleta, la distribución por parejas de las ostras en el plato y la presencia de dos limones junto a él. Si retrocedemos unos pasos, la alternancia de los tonos y las formas tiende a mostrar un ritmo ternario
 
al que corresponden las tres zonas verdes de la servilleta, las tres ostras dispersas sobre el mantel, la agrupación de tres parejas de ostras en el plato y los tres filetes de verdura en torno a éste. Sorprendente efecto que nos invita a hacer una lectura a distancia y otra cerca. Esto es lo que sabía hacer Matisse con objetos humildes y cotidianos utilizando el color de manera casi exclusiva.