domingo, 20 de noviembre de 2016

MATISSE – LA ALEGRIA DE VIVIR
        
        Los antecedentes del fauvismo se sitúan en los alrededores de 1890, cuando Van Gogh  y Gaugin intentaban expresar todo su apasionamiento con obras intensamente coloreadas. Gaugin decía: ¿esta sombra es más bien azul?, píntela de azul marino; las hojas son rojas, póngale bermellón… esto origina la creación de un paisaje coloreado  según estas reglas y se convierte en un mensaje que será tenido en cuenta por sus seguidores.
  

        El fauvismo es sobre todo la obra de tres pintores: Matisse, Derain y De Vlaminck. Los tres pintan de una manera similar y coinciden en la búsqueda de los poderes de expresión del color puro. Con el uso de colores artificiales a raudales estaban contribuyendo a la emancipación de uno de los elementos principales de la pintura: el color.
El pintor no representa lo que ve sino la intensidad de lo que ve, quizá su emoción, pero en todo caso su emoción visualmente expresada, plásticamente construida.
  

En las pinturas realizadas por Matisse en el verano de 1905  el color  es totalmente libre y se ha despojado de toda obligación descriptiva tal como observamos en "Ventana abierta". La arbitrariedad del color fue la bandera de los fauves. Ninguno, sin embargo, como Matisse, ahondó en este concepto con tanto rigor. Matisse persiguió desde el principio construir con el color un orden propio del cuadro, distinto del orden de la naturaleza. El cuadro resulta así una síntesis de las sensaciones coloreadas, donde toda la superficie del cuadro es activada por la tensión resultante de la relación entre los distintos acordes de colores complementarios.
  
  
      En 1906 Matisse presenta una única obra en el Salón de Otoño: “La alegría de vivir” que causó un gran impacto. En esta obra, de gran formato y cuidada factura, Matisse abandonó el divisionismo a favor de una orquestación de color de una originalidad y complejidad que deja estupefacto. El cuadro no solo sorprende por su brillantez y luminosidad, sino también por sus atrevidos y casi caleidoscópicos cambios de escala, matiz y tonalidad. Las grandes y aplanadas zonas contrastadas de vivos pigmentos se acrecientan con pequeños y oscuros  acentos y con arabescos lineales. Es clara la influencia del uso del color que hace Gaugin en sus pinturas tahitianas, pero Matisse lleva el concepto mucho más lejos. Gaugin aisló con éxito el lenguaje del color de la representación mimética (ya no era necesario que un árbol fuese verde, un cuerpo fuera rosa o marrón  o un plátano amarillo), pero en este cuadro Matisse trasformó el color en algo completamente diferente. Si los cuerpos son rosados, entonces es mejor utilizar un rosa antinatural. Pero también podrían ser azules, rojos o naranjas, en función de su colocación en el cuadro  y del papel que se les exige que desempeñen en la organización general del color. En La alegría de vivir la hierba es amarilla o violeta, el cielo es rosa y los árboles pocas veces son verdes. Esta obra es un anticipo de lo que haría Matisse más tarde.

        Las obras de Matisse son de una aparente sencillez, de unos colores bonitos y brillantes y con  un dibujo que parece hecho de una manera torpe y descuidada. Nada más lejos de la realidad. Sus cuadros o son producto de un estudio muy tranquilo y meticuloso o están hechos así por la mente de un genio, de una manera espontánea. Yo me inclino más por esta segunda opción con un ligero ingrediente de la primera.

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