viernes, 20 de diciembre de 2013

MATISSE: BODEGÓN DE LAS OSTRAS
El ritmo en la pintura
Las obras de Matisse son de una aparente sencillez, de unos colores bonitos y brillantes y con  un dibujo que parece hecho de una manera torpe y descuidada. Nada más lejos de la realidad. Sus cuadros o son producto de un estudio muy tranquilo y meticuloso o están hechos así por la mente de un genio, de una manera espontánea. Yo me inclino más por esta segunda opción con un ligero ingrediente de la primera. Como ejemplo analicemos con un poco de detalle la obra titulada: Bodegón de las ostras.
         En esta obra Matisse nos presenta una realidad que no es la cotidiana ni la habitual, por qué ¿Qué son esas zonas azules, naranjas y rojas? ¿Son manteles? ¿Dónde está puesto el plato? ¿En una mesa? ¿En el suelo?
 
         Lo que Matisse nos presenta es la realidad del color, y lo que hace en este cuadro es combinarlos y crear ritmos con los colores y con los objetos. Sacando partido de los complementarios bordea el rectángulo azul con una  banda anaranjada que lo exalta, lo mismo que la servilleta verde de la izquierda está atravesada con dos franjas bermellón. Al amarillo de los limones y del mango del cuchillo responde un eco violeta, el de la jarra, que está aclarado para que no haga un excesivo contraste con los dominantes azul y rojo del cuadro.
         La interacción de los colores se tiene muy en cuenta a la hora de distribuirlos. Basta con tapar los naranjas y rojos que rodean al rectángulo central para darse cuenta que el azul se enfría  y el amarillo de los limones tira un poco hacia el verde.
 
 El anaranjado y el bermellón actúan a la vez sobre la naturaleza de los tonos y sobre su temperatura y dan calidez al conjunto de la obra.
         Si la mirada recorre el bodegón en un sentido o en el otro, los colores se reparten en tonos vivos y en otros menos vivos según una alternancia regulada.
 
 Siguiendo la diagonal desde el extremo inferior izquierdo hasta el superior derecho, se hallan sucesivamente bermellón, anaranjado, azul intenso, el azul claro del plato, de nuevo azul intenso, violeta claro de la jarra y otra vez el anaranjado, que con el punto bermellón del extremo forma un tiempo fuerte. Esta intensidad periódica de los tonos, característica del ritmo, da a la composición una flexibilidad que le impide caer en un efecto decorativo. En cualquier sentido que se vaya, se manifiesta con igual fortuna. Para organizarla, Matisse dispone los objetos dejando entre ellos un tono de fuerza diferente (el cuchillo, la jarra, las ostras dispersas) o cuando se tocan (el plato, la servilleta y los limones) intercalando un margen de verdura.
         El ritmo influye sobre el número y sobre el tamaño de las zonas coloreadas así como su disposición en el espacio plástico. La extensión azul no es uniforme, está interrumpida por la servilleta verde, el cuchillo, el plato de ostras, y los limones; además las esquinas están cortadas desigualmente, los lados ligeramente curvados y el azul hecho con trazos de diferente intensidad.  Así divididos los colores incitan al ojo a tomar conciencia de la obra según un ritmo binario, que está subrayado por las
 
dos franjas rojas de la servilleta, la distribución por parejas de las ostras en el plato y la presencia de dos limones junto a él. Si retrocedemos unos pasos, la alternancia de los tonos y las formas tiende a mostrar un ritmo ternario
 
al que corresponden las tres zonas verdes de la servilleta, las tres ostras dispersas sobre el mantel, la agrupación de tres parejas de ostras en el plato y los tres filetes de verdura en torno a éste. Sorprendente efecto que nos invita a hacer una lectura a distancia y otra cerca. Esto es lo que sabía hacer Matisse con objetos humildes y cotidianos utilizando el color de manera casi exclusiva.

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