MATISSE: BODEGÓN DE LAS OSTRAS
El
ritmo en la pintura
Las
obras de Matisse son de una aparente sencillez, de unos colores bonitos y
brillantes y con un dibujo que parece
hecho de una manera torpe y descuidada. Nada más lejos de la realidad. Sus
cuadros o son producto de un estudio muy tranquilo y meticuloso o están hechos
así por la mente de un genio, de una manera espontánea. Yo me inclino más por
esta segunda opción con un ligero ingrediente de la primera. Como ejemplo
analicemos con un poco de detalle la obra titulada: Bodegón de las ostras.
En esta obra Matisse nos presenta una
realidad que no es la cotidiana ni la habitual, por qué ¿Qué son esas zonas
azules, naranjas y rojas? ¿Son manteles? ¿Dónde está puesto el plato? ¿En una
mesa? ¿En el suelo?
Lo que Matisse nos presenta es la
realidad del color, y lo que hace en este cuadro es combinarlos y crear ritmos
con los colores y con los objetos. Sacando partido de los complementarios
bordea el rectángulo azul con una banda
anaranjada que lo exalta, lo mismo que la servilleta verde de la izquierda está
atravesada con dos franjas bermellón. Al amarillo de los limones y del mango
del cuchillo responde un eco violeta, el de la jarra, que está aclarado para
que no haga un excesivo contraste con los dominantes azul y rojo del cuadro.
La interacción de los colores se tiene
muy en cuenta a la hora de distribuirlos. Basta con tapar los naranjas y rojos
que rodean al rectángulo central para darse cuenta que el azul se enfría y el amarillo de los limones tira un poco
hacia el verde.
El anaranjado y el bermellón actúan a la vez
sobre la naturaleza de los tonos y sobre su temperatura y dan calidez al
conjunto de la obra.
Si la mirada recorre el bodegón en un
sentido o en el otro, los colores se reparten en tonos vivos y en otros menos
vivos según una alternancia regulada.
Siguiendo la diagonal desde el extremo
inferior izquierdo hasta el superior derecho, se hallan sucesivamente
bermellón, anaranjado, azul intenso, el azul claro del plato, de nuevo azul
intenso, violeta claro de la jarra y otra vez el anaranjado, que con el punto
bermellón del extremo forma un tiempo fuerte. Esta intensidad periódica de los
tonos, característica del ritmo, da a la composición una flexibilidad que le
impide caer en un efecto decorativo. En cualquier sentido que se vaya, se
manifiesta con igual fortuna. Para organizarla, Matisse dispone los objetos
dejando entre ellos un tono de fuerza diferente (el cuchillo, la jarra, las
ostras dispersas) o cuando se tocan (el plato, la servilleta y los limones)
intercalando un margen de verdura.
El ritmo influye sobre el número y
sobre el tamaño de las zonas coloreadas así como su disposición en el espacio
plástico. La extensión azul no es uniforme, está interrumpida por la servilleta
verde, el cuchillo, el plato de ostras, y los limones; además las esquinas
están cortadas desigualmente, los lados ligeramente curvados y el azul hecho
con trazos de diferente intensidad. Así
divididos los colores incitan al ojo a tomar conciencia de la obra según un
ritmo binario, que está subrayado por las
dos
franjas rojas de la servilleta, la distribución por parejas de las ostras en el
plato y la presencia de dos limones junto a él. Si retrocedemos unos pasos, la
alternancia de los tonos y las formas tiende a mostrar un ritmo ternario
al
que corresponden las tres zonas verdes de la servilleta, las tres ostras
dispersas sobre el mantel, la agrupación de tres parejas de ostras en el plato
y los tres filetes de verdura en torno a éste. Sorprendente efecto que nos
invita a hacer una lectura a distancia y otra cerca. Esto es lo que sabía hacer
Matisse con objetos humildes y cotidianos utilizando el color de manera casi
exclusiva.
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